Si pudiera alguna vez experimentar lo aquí descrito, estas palabras las volvería a repetir...LA EMOCIÓN DE LO VIVIDO
Y dicen que las letras soplan velas con la inspiración. Y que si ésta no existe, no se apaga el fuego. Escribir esto tiene como fin encender los recuerdos. Los mundialistas, los que siempre quise vivir, los que ya fueron.
Es sentarse enfrente de la computadora. Retrocedamos. Es encontrar el cargador de la Mac 2004 que ya tiene borradas las letras del teclado, es revivir el pasado. Y por eso lo escribo desde aquí, desde la computadora vieja, retro, que no tiene letras, pero tiene historia.
Que no tiene números, pero tiene huellas, que no tiene mas que un teclado que me deja ir con las palabras como el agua se va en la cascada. Y es que me había acostumbrado a escribir en el Iphone o en el Ipad y se me había olvidado esta deliciosa sensación de hacerlo fluidamente y de solamente voltear atrás cuando se ha construido un párrafo. Acá no hay auto correctores y los errores que se vean serán parte de eso, de una manera genuina de olvidar las rimas y los versos.
Esperen. Antes de teclear sobre la computadora y sobre la forma de encontrarme con ella, diez años después de que mis papás me la compraron, quería contarles algo de mi Mundial, de lo que pensé ya no iba a escribir, porque se me habían pasado las horas. Y lo hago en primera persona, como nunca, no sé si por la emoción de hacerlo desde esta vieja amiga, esta a la que nunca le puse nombre, pero que es una historiadora.
Continúo. Acabo de guardar los cambios y se oyó un sonidito como el de ICQ. Viejísimo. Y ahora encuentro al ritmo de las olas de ideas que rompen en mi cabeza, que esta antigua compu es la acompañante de todo. Incluso de mis sueños. La compré para entrar a Récord hace 10 años. Y desde ahí me había trazado el objetivo de ir a una Copa del Mundo. Y fui. Acabo de ir. Y se lo tenía que contar con letras a ella. A nadie más. A mí. Y a quien haya llegado hasta aquí, en lo que sería la columna más larga de la historia.

Pero no importa. Ya no. Esto nunca nadie lo iba a publicar, porque se me pasó el tiempo de hablar de Neymar. A nadie le interesaría ya porque se me extinguió el tino para relatar que sonreí internamente en alguna explanada de Brasil con la batucada que les mueve los corazones, mientras hacía algún color que me pintaba las ilusiones. Ya no importa, porque a este ritmo al que voy acabaré mañana, aunque sólo lleve 10 minutos escribiendo para probar mis dedos y mi agilidad o mi mente. O las dos. O las tres, o todas.
Pero ya no importa, porque hay cosas que se hacen para llenar el alma. Y para vaciarse y encontrarse y volverse a llenar en un mundo mundialista tan frenético que nos dictó una vez más que no es caerse sino saberse levantar. Y por caerse me refiero a los empeñados en tirarnos, aunque habremos de esquivar.
Pero ya no importa. Ya no será nuevo revivir los cantos. Ya no interesará mucho que un olor nos tele transporte a algún sitio. Ya no hay Mundial. Y esto ya a nadie le importa, aunque tenga que decirles que fui feliz en lapsos, porque ir a cubrir una Copa del Mundo te exige. Y entonces tienes que aprender a escaparte de la rutina para apreciar lo que te enseña la retina.
Y de miles de momentos tendría que hablar de esos. De los que me sacaron la sonrisa espontánea, la no forzada. Como cuando me empapé tres veces en un mismo día por hacer el color de mi vida. Fue en Natal. Y ya más o menos seco recibir el boleto para ver el México vs. Camerún. Y BUM. Estar ahí arriba, con el himno nacional y el Estadio Das Dunas de fondo para decirme internamente: ‘lo hice’. Aquí estoy. Debuté en un Mundial. Pero ya no importa.
No importa más porque está muy lejano. Aunque entre más pase el tiempo más valor tendrá otro instante como cuando iba caminando en medio de una estampida verde amarela con una musiquita de samba de acompañante. Y alcé la mirada y vi el cielo más azul y las nubes más blancas y luego las banderas de Brasil. Y paré en mi mente, pero no en mi corazón. Y me conmoví. Y entre tanto brasileño, volví a hablar conmigo. Y me dije: ‘es esto. Esto es el Mundial. Lo que tanto perseguí’. Y seguí andando.
Pero ya no importa, por que eran cápsulas personales que me alejaban de la realidad. De la rutina, de la implacable estampida de hacer notas y enlaces. Todo sobre la hora, sobre el tiempo indomable que no sabía de horarios ni de comidas, o de desayunos, como el que compartí con Faustino Asprilla y Jorge Campos, en una mañana cualquiera de Final de Copa del Mundo.
Pero eso tampoco importa, porque ya tuve que cambiar la posición en la que estaba, porque me dolió la espalda y tomé un cojín en el sofá para seguir recordando esos diminutos momentitos en los que en medio de aquella frenética manera de cubrir un Mundial me encontraba conmigo mismo, como cuando afuera del Estadio Mineirao descubrí a un señor llamado Carlos Alberto, que tenía un tamborcito con cascabeles y una camioneta que le había dado vuelta al mundo hace siete Mundiales. Y él cantaba con sus 77 años encima con el tono mexicano que aprendió en Guadalajara y nos enseñaba que la vida va y debe tomarse como venga. Él era muy feliz. Créanme que contagiaba. Y ahí otra vez. Yo sonriendo, con las ojeras como alfombra de bienvenida hacia los ojos dichosos.

Pero ya no importa, porque a estas alturas ya se habrá recuperado Neymar y secundario será que me conmoví cuando a un metro y medio lloró, mitad de rabia, mitad de agradecimiento, cuando dijo que estuvo a dos centímetros de una silla de ruedas. Y lo que pasa es que todo sucede tan rápido en una Copa del Mundo, que entre viaje y viaje, no te das o no tienes el tiempo de digerir. De apreciar, de captar y valorar. Fueron 19 aviones tomados, en 38 días los que nos hacían poco a poco perder la sensibilidad. Pero la recuperamos gracias a las lágrimas de Neymar. O a la forma en la que jugamos futbol de salón en una madrugada, previa a tomar un vuelo en Fortaleza, para bañarme con agua bien caliente en el hotel y viajar a Sao Paulo para tomar otro avión a Belo Horizonte.

Y sigo escribiendo. Y como consecuencia lógica se me reflejó un dolor en los nudillos. Pero ya no importa tampoco, porque tengo que contarles que fui un afortunado, que dejó la piel sin importar el resultado, porque allá afuera, en el campo, así tal cual, en ese trabajo en el asfalto lo que suma y nutre el espíritu es esa satisfacción con la que te ibas a la cama agotado, con los recuerdos de haber llegado en bici taxi al Estadio Castelao, en Fortaleza, porque habían decidido cerrar los accesos.

Terminas hasta la madre. “Pero son de esas madrizas que te quieres parar”. Esos son los comentarios que sacan otra de las sonrisas, esta vez esbozadas en el baño del Estadio de Natal, platicando con Luis García, quien remata con un “cierto es”. Y nos lavamos las manos. Y nos vemos en el espejo. Y tiramos el papel. Y salimos con una lección no buscada. Como cuando Campos me llamó: “Felipe, ven”, me abrazó en una zona mixta, como abraza algún técnico al jugador, sintiéndome yo un defensa más esperando sus instrucciones en el campo y me dijo: Ahorita que pase Kluivert me grabas, es mi amigo.
Pero ya no importa, porque podría hablarles del centenar de goles del Mundial o de sus festejos, pero decidí hacerlo desde los propios, desde las celebraciones del alma. Como cuando se enviaba una nota en tiempo y forma. O como cuando se corría y se sudaba como cuando vi a Mark haciendo trucos, con un set de gente que le improvisé de última hora, afuera de algún estadio.
Y ahí solté otra carcajada. De las internas. Y reafirmé que todo drama es anécdota y me enorgullecí de que toda crisis sea una oportunidad, porque entendí que la clave era recuperarse y batirse para transformar todo lo que podía ir mal en un final en el que todo fue bien. Como esa diminuta escena en la que vi a Mark a cinco minutos del aire haciendo magia. Con Julio y Fito, dos queridos personajazos. Qué palabra. Magia. Todos la hicimos en este viaje.
Pero ya no importa, porque nadie entendería la satisfacción de trabajar en equipo y volverse camarógrafo como se volvió nuestro editor Canek en alguna conferencia. Ya no importa, porque nadie sabe quién es Zuzú y sólo se le conoce a través de sus anónimas imágenes que nos lo cuentan todo desde una lente que se desliza sobre algún objetivo como se deslizaba Zidane en la cancha. Con clase.


Ya no importa. Ya está muy lejana esa manera en la que corrí como un estúpido los túneles del Maracaná para ver la cancha de la Final. Esquivar una y otra vez la seguridad que no me dejaba estar, porque no tenía boleto para ver el partido en el que se jugaban mis sueños fue otro instante que marcó mi Mundial con un “voy a llorar”, porque no encontraba la puerta indicada con el partido avanzado, hasta que me escurrí entre las gradas y le pregunté a un japonés: ¿Aquí está ocupado?’ para obtener la respuesta que quise y sentarme para nunca moverme de alguna butaca esquinada para ver el Argentina vs. Alemania.

Escribo de instantes que sumados son momentos y que aglutinadas son memorias comparsas de no menos importantes goles, partidos, entrenamientos, conferencias. Esperen. Se me vino otro a la mente como cuando decidí preguntarle en portugués a Luiz Felipe Scolari. Me contestó que lo podía hacer en español, pero quería hacerlo en su idioma que fue el nuestro durante más de un mes y que terminó inflamándome el ego. Pero ya saben. Él ya no es mas el técnico de Brasil, por aquel estrepitoso 7-1 en el Mineirao, que fue otro instante, de los trágicos, que recordaré por siempre. Vi a muchas personas llorar por futbol cuando todo debía ser alegría…

Y multiplico los momentos como haber visto a Messi a tres metros en alguna práctica argentina, o como ese exacto momento en el que el sábado 12 de julio por la tarde me fui a un sofá del Media Center, de Brasilia, a reparar que me había enterado de algo inmenso. Y mi satisfacción habló conmigo de nuevo, un poco conmovida: ‘Vas a hacer el color de la Final de la Copa del Mundo’. Y aunque ya no importa eso para un reportero es como jugarla.
Si alguien llegó hasta aquí, sepa que cada tuit, cada letra, cada desvelada, cada día de carretera, de aviones, de mal pasadas, de corajes, de impotencia, de risas y satisfacciones han sido para ustedes que son nosotros.
Aunque ya no importe dejé para el final el mejor momento. El de juntar a Guillermo Ochoa con Jesús Corona para que hablaran frente a la cámara de su relación, después de haber sido Memo el elegido. Lo más oportuno. Lo que me hizo cerrar el puño, lo que me generó apretarlo y gritarlo como un gol. Fue el día uno. El primero de muchos instantes minúsculos que configuraron este, mi sueño mayúsculo.
Pero ya no importa. El Mundial se nos fue. Yo no revisé ninguna línea escrita allá arriba. Y así se irán estas letras de agradecimiento sobrevivirán para siempre en mi computadora con la inspiración que encendió los recuerdos.
Por Felipe Morales